Mientras reflexiono sobre el actual clima económico y laboral en España, no puedo evitar mirar hacia Irlanda, un país que, en 2008, compartía un horizonte similar al nuestro en términos de PIB y PIB per cápita. En los años siguientes, Irlanda emprendió un vuelo económico estelar, duplicando su PIB per cápita, una proeza económica envidiable. Al mismo tiempo, regiones en España como Alicante no han visto más que un estancamiento económico, con un PIB per cápita que apenas se ha movido en 15 años. De hecho, ajustado por inflación, somos más pobres ahora.
Frente a esta realidad, ¿Qué está haciendo el gobierno español? En lugar de emular las estrategias que han llevado al éxito a países como Irlanda, se está cargando a las empresas con más y más restricciones. La reciente oposición de la Confederación Empresarial Valenciana (CEV) a la reducción de la jornada laboral a 37,5 horas resuena con la frustración de las organizaciones empresariales de todo el país. Argumentan, con razón, que esta medida no solo falla en la promesa de crear empleo, sino que también eleva los costes de las empresas, cuestionando su supervivencia en un mercado ya tenso.
Los sindicatos, por supuesto, defienden estas iniciativas, citando mejoras en las condiciones laborales. Sin embargo, ignoran la realidad económica palpable: las políticas que restringen la flexibilidad empresarial tienen un historial demostrado de sofocar la productividad y la competitividad.
En un giro aún más preocupante, se lanza esta política sin un diálogo significativo con los agentes sociales, una decisión que la CEV y otros actores clave en la economía tachan de «populista e irresponsable». Este enfoque unilateral es alarmante y pone en tela de juicio el compromiso con el diálogo social y económico equilibrado, vital para cualquier democracia próspera.
Las consecuencias ya se están sintiendo en sectores como el calzado, donde los empresarios advierten que una reducción de la jornada laboral, en medio de la creciente presión de los costes de las materias primas y la energía, podría ser catastrófica. Mientras tanto, la narrativa gubernamental ignora estas realidades terrenales, favoreciendo en su lugar un discurso que, aunque popular entre ciertos votantes, carece de sustancia en términos de pragmatismo económico.
España ha sido durante demasiado tiempo la líder indiscutible en desempleo dentro de Europa, una posición deshonrosa que ningún país desea. La falta de una política económica coherente y fundamentada ha impedido que capital extranjero vital fluya hacia nuestras fronteras, ahogando las oportunidades y el crecimiento.
¿Qué necesitamos? Rigor económico. Decisiones basadas en datos. Un compromiso real con políticas que fomenten la creación de empresas y la contratación, en lugar de erigir más barreras. Nuestro futuro como nación depende de nuestra capacidad para aprender de países que han trazado un camino hacia el éxito económico y para evitar saltar imprudentemente hacia políticas inexploradas que contradicen el sentido económico establecido.
Necesitamos mirar más allá de las soluciones fáciles y populistas y adoptar una visión a largo plazo que pueda realmente proporcionar un futuro próspero y estable para España. Solo entonces, podríamos empezar a ver un cambio real y positivo, alejándonos de la sombra del estancamiento económico y avanzando hacia un horizonte de crecimiento y oportunidades para todos.